Los últimos meses no habían sido nada fáciles para él.

Se atrevía incluso a afirmar que habían sido los más difíciles de su vida y, aunque el peligro estuviera lejos de haber cesado, lo cierto es que volvía a sentirse con fuerzas suficiente como para volver a enfrentarlos siendo la mejor versión de quien una vez había sido: un líder en el que la gente podía confiar y apoyarse cuando las cosas iban mal, alguien que mantenía la esperanza de la gente viva y que no flaqueaba por muy mal que pareciera que iba a ir todo. Desde luego, eran esas cualidades las que le habían ayudado a estar donde estaba ahora y también las que le habían ganado el cari?o de la gente, fuera o no creyente.

Lo que la gran mayoría del mundo desconocía, porque él se había cuidado mucho de no desmoronarse cuando estaba de cara al público, eran todas las secuelas tanto físicas como psicológicas que los hechos del pasado Junio habían dejado en él, como tampoco sabían la inmensa diferencia que había marcado Claire Dilthey a la hora de ayudarle a volver a ser esa persona que tanto admiraban. Estaba seguro de que no lo hubiera conseguido de no ser por ella, quien había continuado creyendo en él cuando él mismo no lo hacía, quien había seguido a su lado incluso cuando lo más fácil para ella hubiera sido apartarse. Claire le había hecho renacer en más de un sentido, era gracias a ella que sentía que podía volver a enfrentar los peligros que aún acechaban al Vaticano sin flaquear.

Ya lo había esperado, pero la noche pasada le había costado bastante conciliar el sue?o por dos motivos. El primero de ellos era precisamente ella y es que, a pesar de que había pasado una única noche a su lado, ya la echaba de menos. No ayudaba que las sábanas conservaran aún su suave perfume, que hacía que su ausencia le resultara aún más evidente. Con la mirada fija en el lado de la cama que la joven había ocupado, Patrick trataba de recuperar cómo la había visto al despertar la madrugada anterior, durmiendo acurrucada junto a él como si ningún mal en el mundo pudiera alcanzarla. Su mero recuerdo le aportaba calma y bienestar, le inspiraba valor para afrontar el otro motivo por el que el sue?o parecía eludirle esa noche.

Y era la falta de noticias sobre el cardenal Baggia.

A decir verdad, aunque se hallara en esos precisos momentos recorriendo los pasillos que llevaban a la zona del Palacio Apostólico en que estaban ubicados los apartamentos de los cardenales que residían de forma permanente en el Vaticano, Patrick McKenna se resistía a pensar que algo malo le hubiera podido suceder. Hacía muchos a?os que conocía al que era desde hacía unos meses su camarlengo y sabía bien que podía perder el sentido del tiempo cuando se hallaba inmerso en sus estudios, pero también era cierto que nunca antes su familia se había puesto en contacto con la Guardia Suiza para pedirles que entraran en su apartamento para ver si se encontraba bien o no.

Aunque el hecho de que no se encontrara en sus aposentos no había dejado de ser un alivio, puesto que no era extra?o que en ocasiones se encontraran con que algún religioso había sido llamado a la casa del Padre durante su sue?o, esa falta de respuestas despertaban en el joven pontífice una nueva serie de incógnitas que le preocupaban. Así, a pesar de que sabía que no era su cometido y que podía considerarse como una invasión a la privacidad de su camarlengo, Patrick había decidido dedicar parte de su ma?ana a visitar el apartamento del cardenal Baggia. No creía que la Guardia Suiza no hubiera hecho bien su trabajo, al contrario, pero también sabía que ninguno de sus soldados le conocía tan bien como lo hacía él.

Quizás hubiera algún detalle que no había tenido importancia para los guardias pero sí la fuera a tener para él.

Quizás pudiera hallar alguna respuesta.

Mientras recorría el último pasillo que le separaba de los aposentos del cardenal Baggia, Patrick saludó con un gesto de la cabeza y una sonrisa tranquilizadora a los guardias suizos que se encontraban apostados a lo largo del mismo, incluso si sabía que por protocolo no le podían devolver el saludo. Nunca le había supuesto un revés el mostrarse cercano y abierto con la gente, era algo natural en él, y tenía comprobado que marcaba una enorme diferencia. Poco a poco se creaba un clima de confianza y familiaridad que no se conseguía de otro modo, algo que estimaba muchísimo pues siempre había creído que los altos mandos de la Iglesia hacían mal en esconderse tras los gruesos muros del Vaticano.

La gente a la que debían servir estaba ahí fuera, las personas que les ayudaban a alcanzar ese cometido estaban allí, a su lado, no varios escalones por debajo. Aunque su pontificado aún era muy breve, siempre había tenido muy buena relación con la Guardia Suiza y quería que sintieran que seguían pudiendo contar con él, más aún ahora que se sentían perdidos sin el liderazgo nato de Chartrand.

Y allí estaba, la puerta de roble junto a la que había dispuesta una placa con el nombre de Marco Baggia.

Mentiría si dijera que no vaciló al extender la mano hacia el picaporte, respetuoso de la privacidad de su camarlengo, a quien había admirado desde hacía tantos a?os, pero finalmente lo asió con fuerza y lo giró, abriendo la puerta.

Lo primero que le sorprendió era lo normal que parecía todo, algo impropio teniendo en cuenta las circunstancias.

El sol del mediodía iluminaba la estancia principal, que era recibidor y biblioteca a la vez, dejando a la vista el perfecto orden que siempre había caracterizado al cardenal Baggia. Sus libros con sus etiquetas manuscritas en las altas estanterías, las mesas despejadas salvo por un par de cuadernos de notas, ningún abrigo dejado sobre el respaldo de una silla, sino que colgaban cuidadosamente de un perchero a la entrada. Y, sin embargo, lo que más le llamó la atención de todo a Patrick McKenna fue el silencio del lugar, intenso hasta el punto de resultar agobiante y cuya solemnidad chocaba con el murmullo de las conversaciones y risas lejanas que provenían de la calle, de la gente que continuaba con su día a día como si el camarlengo del pontífice Pablo VII no se hallara en paradero desconocido.

Otro dato que le llamó la atención fue lo peque?o que parecía el apartamento en comparación con otras ocasiones en que había tenido oportunidad de visitarlo. No habían sido muchas, debía de reconocerlo, pero sí había ido alguna vez a visitar al cardenal Baggia en busca de consejo u orientación sobre un tema u otro, incluso siendo Patrick aún muy joven, un ni?o en comparación con la edad media de los habitantes de Ciudad del Vaticano. Para él, el cardenal Marco Baggia siempre había sido esa figura sabia y venerable que le transmitía calidez y seguridad, sin importar lo adversa que pudiera ser la situación en la que se encontraran.

Y ver su apartamento vacío ahora le provocaba una sensación extra?a.

Aclarándose la garganta y procurando despejar la mente, Patrick comenzó a vagar por las distintas estancias con las manos a la espalda, tratando de fijarse en algún detalle que pudiera haber pasado desapercibido a la Guardia Suiza, pero no a él, quien había mantenido un trato continuo con el cardenal desde hacía más tiempo del que era capaz de recordar. El tiempo continuaba pasando mientras inspeccionaba cada rincón del apartamento, cada armario o caja cerrada, pero sólo fue consciente de ello cuando las campanas de la torre más cercana comenzaron a sonar, haciendo que Patrick dirigiera la mirada hacia una de las ventanas. El joven dejó escapar un suspiro de frustración y se pasó las manos por el rostro: debido a su posición no tendría ningún problema en pasar allí tanto tiempo como le supusiera necesario, pero tampoco quería que la voz llegara a correr demasiado sobre su presencia en los apartamentos del cardenal Baggia.

Después de todo, no sabía quién estaba detrás de todo aquello ni de quién podía fiarse.

Estaba a punto de darse por vencido y regresar a los apartamentos papales cuando decidió echar un nuevo vistazo al escritorio del prelado. Al igual que el resto de la estancia, se encontraba ordenado casi a la perfección y dicha excepción se componía de dos cuadernos manuscritos abiertos de par en par sobre la superficie de madera del mueble. A pesar de que sabía que las circunstancias requerían que dejara de lado todo sentimiento de pudor que pudiera sentir por invadir los pensamientos privados de su camarlengo, Patrick vaciló a la hora de tomar uno de ellos y comenzar a pasar una página manuscrita tras otra.

Si bien el cardenal Baggia era ordenado en el resto de aspectos de su vida, no podía decirse lo mismo de su caligrafía, que era similar a la de otras personas de su mismo rango de edad, con las mismas letras estilizadas y ocupando más espacio del habitual, así como inusualmente alargada hasta el punto de resultar indescifrable. Patrick dejó escapar un bufido de frustración a la vez que continuaba pasando las páginas con cuidado, incapaz siquiera de discernir si aquellas palabras estaban escritas en latín o en italiano. Estaba comenzando a sopesar la posibilidad de llevárselos consigo a su despacho, para ver si con cierto tiempo algo cobraba sentido, cuando escuchó cómo una página se desprendía del ajado cuaderno y caía al suelo de la estancia.

Volvió la mirada a sus pies y se sorprendió cuando se topó con que lo que había caído al suelo no era una página, sino una fotografía que el cardenal debía haber guardado en el cuaderno y que hasta entonces había pasado inadvertida para Patrick, quien depositó el cuaderno sobre el escritorio y se inclinó para recoger la instantánea. No era tan antigua como en un principio había esperado, pues era a color aunque la poca fuerza que conservaban las distintas tonalidades le indicaban de que debía de haber sido tomada varias décadas atrás. En ella, un grupo de unas treinta personas posaban para el fotógrafo frente a un muro blanco en el que atisbaba algo de un tejado que había conocido tiempos mejores. Eran demasiados y de edades muy dispares como para ser familia, así que Patrick supuso que debía haber sido tomada en el lugar de origen del cardenal Baggia, en algún tipo de celebración local o algo por el estilo.

Estudiaba los rostros de las personas que había en la fotografía, congeladas en el tiempo tantos a?os atrás, tratando de reconocer a un joven Marco Baggia en alguna de ellas, cuando se topó con uno que no esperaba encontrar. Le causó tanta impresión que tuvo que asir el retrato con fuerza para que no se le escapara de entre los dedos, acercándose más al mismo para cerciorarse de que sus ojos no le estaban jugando una mala pasada… Pero no fue así, si había un rostro que Patrick McKenna reconocería en cualquier lugar, pasase el tiempo que pasase, era el de María Ventresca.

Contenía la respiración sin darse cuenta mientras su mirada azul-verdosa se encontraba con la de igual tonalidad de su madre, quien se mostraba risue?a y llena de vida: tenía su cabello cortísimo oscuro, como siempre la había recordado, y abrazaba contra sí a un ni?o no mayor de dos a?os al que sostenía en los brazos que no podía ser otro que él mismo. Cuando la estupefacción se lo permitió, Patrick McKenna continuó analizando la foto hasta que dio con el que debía de ser Marco Baggia unos treinta a?os más joven. Estaba en el extremo opuesto a María del grupo, ya con su alzacuellos que le se?alaba como sacerdote junto a algunos hombres más con los que compartía vestimenta. A pesar de que creía conocer ya la respuesta, el joven pontífice dio la vuelta a la fotografía para comprobar si había alguna anotación que le indicara el lugar donde se había tomado la foto.

Y ahí, en el reverso de la misma, en apenas dos trazos, Patrick pudo ver la respuesta incluso en la ininteligible caligrafía del cardenal Baggia.

Craco, 1978.

Sobrecogido aún por tan extra?o descubrimiento, Patrick McKenna no pudo evitar sobresaltarse cuando oyó cómo alguien llamaba con fuerza a la puerta de los apartamentos, a pesar de que había dejado ésta entreabierta. Apenas había vuelto la vista hacia la misma cuando descubrió en el umbral al cardenal Strauss, apoyado en el bastón que le acompa?aba fielmente desde hacía unas semanas y empujando la puerta con suavidad hacia el interior de la estancia.

- Ah, eres tú… - murmuró el anciano, entrecerrando los ojos debido al sol que entraba por la ventana. - Pasaba por aquí y al ver la puerta abierta pensé que quizás Marco había dado se?ales de vida…

A pesar de que la sorpresa aún le invadía, Patrick McKenna aprovechó que Strauss estaba acostumbrándose a la iluminación de la estancia y ocultó la fotografía que acababa de descubrir en el fajín de su sotana: ya poco le importaba que fuera una sustracción de la propiedad privada de su camarlengo, al descubrir la presencia de su madre y la de él mismo en aquella fotografía se había encontrado con más incógnitas que respuestas había esperado encontrar allí. Le resultaba abrumador cómo todo parecía enredarse cada vez.

- Supongo que está al tanto de la situación… - habló Patrick al viejo cardenal.

Strauss se le quedó mirando entonces, como si acabara de darse cuenta de que él estaba en la habitación. Desde que tenía memoria, la presencia del cardenal Strauss siempre le había intimidado: era un hombre severo y concienzudo del que no era fácil ganarse el respeto, a veces incluso daba la sensación de que podía leer dentro de uno. Quizás fue por eso que, al alargarse dicha mirada, a Patrick se le pasaron por la cabeza dos palabras que no hicieron nada por tranquilizarle.

Lo sabe.

Era ridículo, lo sabía: no había manera de que absolutamente nadie supiera lo que había pasado entre Claire y él, y en el supuesto de que Strauss lo supiera estaba seguro de que ya lo sabría todo el mundo. Así, Patrick procuró sobreponerse de la impresión que le había dejado la fotografía y le sostuvo la mirada al cardenal tratando de mostrarse lo más sereno posible. Debieron ser sólo unos segundos, pero se alargaron de una manera que le costó no dejar escapar un suspiro de alivio cuando el anciano chasqueó la lengua y comenzó a hablar:

- No voy a negarte que me cuesta mucho, demasiado, dejar de lado mis diferencias contigo… Pero creo que las circunstancias bien lo merecen…

Lo recordaba ahora. La última vez en que había tenido oportunidad de hablar cara a cara con el cardenal Strauss le había reprendido severamente por la bofetada que le había dado a Claire, dejándole un ara?azo en la mejilla. A pesar de que no siempre había estado de acuerdo con él en todos los a?os que se conocían, Patrick nunca antes había visto la misma expresión de rabia a duras penas contenida en el rostro del anciano, como si apenas pudiera convencerse de no gritarle a la cara todo lo que se le pasaba por la mente. Le costaba entender su actitud, mucho, más si tenía en cuenta que Strauss no tenía nada más que sospechas sin prueba alguna, por mucho que sus sospechas fueran ciertas. Para su desgracia, no parecía haber olvidado que meses atrás le había confesado tener dudas respecto a aceptar su nombramiento como papa porque sentía algo por Claire.

Y pensar que ese sentimiento de entonces era apenas una sombra de lo que sentía ahora…

- La Guardia Suiza acudió a usted para que les concediera el permiso para entrar en los aposentos… - dijo Patrick, rompiendo el silencio y encarrilando la conversación. - Es el decano del colegio cardenalicio, es el protocolo a seguir…

- Y se lo concedí de buen grado - asintió Strauss mirando a su alrededor. - Por mucho que pensara que era una pérdida de tiempo. Me faltó llevarme las manos a la cabeza cuando lo nombraste tu camarlengo, porque a Marco Baggia siempre le ha costado el tema de la disciplina y la organización, pero tengo que reconocer que había sabido respetar el honor de su cargo sin mayores incidentes, aún teniendo en cuenta que no se lo ponías fácil… Hasta ahora, por supuesto

- ?Qué quiere decir con que yo no se lo ponía fácil?

- Patrick, lo sabes perfectamente - le respondió el cardenal al momento. - La Iglesia necesita un líder fuerte, un pastor que esté siempre pendiente de su reba?o, ahora más que nunca. Tus constantes llamadas de atención ya fueran en forma de ataques de pánico, desmayos y demás ponían una carga extra en unos hombros que ya están agotados de soportar el peso de sus propios largos a?os de vida… Teniendo en cuenta que él mismo escapó de las garras de la muerte siendo mucho mayor de lo que tú eres, Marco no merecía que exigieras más de él…

El joven pontífice se limitó a dar un peque?o paseo por la estancia, decidiendo no entrar al trapo: reconocía una provocación cuando la tenía ante sí y crear un conflicto ahora con el cardenal Strauss era lo que menos le convenía, además sabía que para el anciano no habría mayor ofensa que el mero hecho de que sus palabras fueran ignoradas.

- La verdad es que no me explico lo que ocurre… - manifestó Patrick, con la mirada perdida en los volúmenes de las estanterías de la habitación. - Nunca antes su familia se había puesto en contacto con el Vaticano exigiendo información sobre su paradero, por mucho que no sean pocos los que apelen a su inclinación por el despiste

- Bueno, todo lo que puedo decir es que me alegro de que no nos encontremos con una situación similar a la ocurrida con Gennaro Scialo hace unos meses: fue todo un quebradero de cabeza y eso que nunca pensé que Scialo fueran de los que trabajan hasta sucumbir sobre el escritorio…

- ?Su Eminencia pasaba por aquí por casualidad? - se interesó el pontífice, fijando ahora su vista en el cardenal Strauss.

El prelado volvió el rostro hacia Patrick, mostrándose sorprendido al igual que receloso.

- Podría preguntarte yo lo mismo a ti, jovencito…

- Dadas las circunstancias, creo que soy la persona que más tiempo ha compartido con el cardenal Baggia en los últimos meses - se limitó a decir el pontífice. - He creído oportuno echar un vistazo yo mismo por si algo me llamaba la atención, algo que hubiera podido pasar desapercibido a ojos de la Guardia Suiza, con los que no tenía un trato tan cercano…

- ?Y has hallado algo de tu interés? - quiso saber el decano del colegio cardenalicio, sin dejar de escrutarle con la mirada.

Había ocultado la fotografía en el fajín de su sotana blanca antes de que Strauss hubiera podido llegar a darse cuenta, pero aún así Patrick sintió como si la imagen latiera a través de la tela, tratando de ser hallada. No iba a mentir, a una parte de él le gustaría mostrarle dicho retrato al cardenal Strauss: si no le fallaba la memoria, conocía al cardenal Baggia desde mucho antes que el propio Patrick naciera y quizás él pudiera arrojar luz sobre aquella incógnita… Pero, por otro lado, algo dentro de sí le instaba a guardar sus secretos, de la misma manera en que no le cabía duda que Strauss guardaba los suyos.

Aquella incógnita sobre la identidad de Jano creaba un ambiente de desconfianza que infestaba los muros del Vaticano.

Aunque, por fortuna o por desgracia, Patrick sentía que los días en que Jano no era más que una sombra estaban a punto de llegar a su fin.

- Nada en absoluto - dijo finalmente el pontífice, negando con la cabeza. - Está todo como imagino que debía estarlo antes de que su familia se pusiera en contacto con la Guardia Suiza… Buscaba respuestas y no he encontrado ninguna…

Por mucho que tratara de ocultar su hallazgo al cardenal Strauss, Patrick reflexionó sobre las palabras que acababa de pronunciar y se dio cuenta de que no eran ninguna mentira: había acudido a los apartamentos del cardenal Baggia en busca de respuestas y únicamente se había topado con más incógnitas.

De igual modo que había sucedido en su viaje a Craco.

Se aclaró la garganta, procurando ignorar el escalofrío que le ocasionó percibir una vez más la coincidencia, y se pasó la mano por la frente en un gesto cansado.

- Será mejor que me retire de nuevo a mis aposentos… - comenzó a hablar de nuevo Patrick. - ?Quién sabe? No es probable pero puede que el cardenal Baggia acuda a llevar a cabo sus labores como camarlengo…

Estaba seguro de que tal cosa no iba a ocurrir, pero ya tenía su imagen a ojos del cardenal Strauss lo bastante da?ada como para que éste pudiera pensar que era poco menos que estúpido le importase más bien poco. Quería refugiarse en la seguridad que le proporcionaba su propio despacho, analizar la fotografía con más detenimiento para ver si lograba identificar a las otras personas que aparecían en la misma… La pena era que, estando presente el cardenal Strauss, no podía llevarse también los cuadernos manuscritos de su camarlengo, aunque siempre podía volver en otro momento.

- Faltan horas para que acabe el a?o, Patrick, sabes de sobra que somos pocos los que aún andamos por aquí - repuso el cardenal Strauss cuando el joven pasó por su lado para abandonar la estancia. - Me jugaría un dedo sin perderlo a que Baggia no aparecerá y algo me dice que eso lo sabes tan bien como yo… De hecho, es extra?o que tú mismo hayas decidido permanecer en Ciudad del Vaticano…

- ?Qué tiene eso de extra?o? - preguntó el pontífice, aunque lo sabía perfectamente.

- Patrick, no me hagas reír: a pesar de nuestras diferencias, nunca te he tomado por un muchacho al que hubiera que explicarle las cosas - bufó Strauss, clavando su mirada en la de Patrick, buscando en ella algo más de lo que le decían las palabras. - Sabes de primera mano que los pontífices suelen retirarse a sus residencias vacacionales una vez que terminan sus deberes respecto a las celebraciones navide?as, del mismo modo en que también lo hacen en los meses más calurosos del verano. Tú mismo acompa?abas a tu padre a sus retiros al Valle de Aosta o a Castel Gandolfo, y es evidente que tras estos meses necesitas descanso y reposo, ?cómo es que no te has trasladado ya allí?

- No se me ha pasado por la cabeza marcharme este a?o, Eminencia… - se limitó a decir el joven, continuando su camino hacia la puerta del apartamento.

- Salta a la vista - musitó el anciano. - Pero he de recordarte que la sala de prensa también está de vacaciones, por mucho que tengamos trabajadores decididos a hacer horas extra…

Patrick McKenna se detuvo en sus pasos justo cuando se hallaba en el umbral de la puerta, girándose hacia el cardenal Strauss, quien volvía a tener en su rostro esa expresión de suficiencia que le era imposible disimular cuando creía haber dado en la tecla respecto a alguna de sus sospechas. Forzándose a mantener sus emociones en un segundo plano, el joven pontífice se encogió levemente de hombros antes de contestar:

- He de confesar que nunca he sentido especial apego por ninguna de las dos propiedades, ni la que se encuentra en los Alpes ni la que se encuentra a orillas del lago Albano… Pero me ha dado su Eminencia una idea al respecto: quizás sea el momento de entregar esos palacios de nuevo a la ciudadanía, ?no cree? Estoy seguro que si hablo con la gente indicada me propondrán ideas magníficas para convertirlas en museos…

Nada le hubiera gustado más en ese momento que darse la vuelta y abandonar al fin los apartamentos del cardenal Baggia, dejando a Strauss con esa expresión de estupefacción y horror a partes iguales que había aparecido en su rostro al escuchar la propuesta de Patrick, pero entonces escuchó unos pasos acelerados que se acercaban por el pasillo. Tanto Patrick como el cardenal Strauss se asomaron al mismo y no tardaron en ver aparecer a Nicolas Widmer.

- En nombre del cielo, muchacho, ?a qué viene tanta prisa? - exclamó el anciano al ver que al guardia suizo parecía faltarle el aliento.

- Su Santidad - se sorprendió el joven, realizando al momento una sentida reverencia. - No esperaba encontrarle aquí, pero el secretario del cardenal Strauss sí que me hizo saber que podría encontrar a su Eminencia aquí…

Con cierta vergüenza, el guardia se apoyó en una pared cercana, recuperando el aliento bajo la atenta mirada de los dos religiosos. Patrick se adelantó un par de pasos y apoyó su mano en el hombro del joven en se?al de apoyo: era consciente de que el llamado ejército más peque?o del mundo había tenido mucho a lo que enfrentarse en los últimos tiempos y la falta de Chartrand como un líder en que apoyarse se les hacía aún muy cuesta arriba.

- Aunque me alegra encontrarle aquí también, su Santidad - afirmó el muchacho, ya más recuperado. - Así puedo darles la noticia a ambos al mismo tiempo…

Aquella información hizo que la sombra de la preocupación cruzara en un momento el rostro de Patrick: ?qué podía haber ocurrido ahora?, ?habría dejado Jano una nueva se?al?, ?acaso había aparecido el cardenal Baggia?… El joven pontífice sintió cómo el vello se le erizaba al pensar que incluso hubiera podido sucederle algo a Claire, con la que aún no había hablado desde que se despidieran la tarde anterior.

- En nombre de Dios, ?qué sucede? - insistió Patrick ante el agitado silencio del guardia.

?ste se apresuró a asentir y tragó saliva, paseando su mirada entre los rostros del pontífice y del cardenal Strauss.

- Hélène Chartrand acaba de ponerse en contacto con la centralita del cuartel - comenzó a explicar Nicolas, las palabras atropellándose en sus labios. - Insiste en que debe ser atendida por la persona a la que corresponda la responsabilidad sobre la Guardia Suiza, afirma que ya llamó varias veces anoche pero el cuartel se encuentra cerrado por la noche durante el periodo vacacional…

- ?Quién demonios es Hélène Chartrand? - quiso saber el cardenal Strauss, interrumpiendo las palabras del guardia.

- Una de las hermanas mayores de Alexandre Chartrand, nuestro comandante - explicó el pontífice, volviendo el rostro hacia el prelado. - Tiene cuatro hermanas mayores y, si no me falla la memoria, Hélène es justo la que va antes de él por edad. Claire me dijo que Erika le había hecho saber que parte de su familia tenía intención de viajar a Roma…

- ?De veras? Qué novedad… - refunfu?ó el anciano, poco contento de que el nombre de Claire Dilthey apareciera de nuevo en la conversación.

- ?Qué quería la se?orita Hélène Chartrand? - se interesó Patrick, ignorando los murmullos de Strauss. - ?Ha habido alguna novedad? ?Precisa de algún tiempo de ayuda?

- Sí a ambas preguntas, su Santidad… - contestó el guardia, visiblemente turbado. - Asegura que la noche pasada… Que la noche pasada alguien irrumpió en la habitación de hospital en la que se recupera el comandante con la intención de causarle da?o…

La noticia causó una enorme impresión a ambos religiosos, Patrick incluso oyendo cómo el cardenal Strauss musitaba una maldición en su lengua materna a sus espaldas. Por su parte, el joven se forzó a salir de su estado de estupor, pues no convenía dejar ver al resto de soldados que aquella situación le inquietaba tanto como a ellos: ellos se apoyaban en él, quizás en estos tiempos extra?os más que nunca, y debía estar ahí por ellos de la misma manera en que tantas veces había sido al contrario.

- ?Se encuentra el comandante bien? - insistió Patrick. - ?Que hay de la se?orita Chartrand?

- Ambos se encuentran bien, pero la se?orita Erika Keller ha sido atacada, su Santidad - se apresuró a contestar Nicolas Widmer. - Por lo que nos ha narrado la se?orita Hélène a Renzo Nivola y a mí, ella se encontraba en el ba?o de la habitación cuando llegó esta persona y no esperaba encontrar a la se?orita Erika allí… Nos ha manifestado que la muchacha aún se encuentra demasiado turbada por lo acontecido para poder hablar, pero hubo un breve forcejeo y la persona en cuestión huyó… No obstante, la se?orita Erika Keller fue hallada con sangre en las manos que no le pertenecía, por lo que creen que logró ara?ar al atacante con severidad…

La información era clara y, sin embargo, no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. En aquellos momentos no deseaba otra cosa que agradecer profundamente a Erika Keller su rápida intervención por defender a Chartrand y deseaba que ojalá la muchacha, que no dejaba de ser apenas una adolescente, no tuviera que vivir más incidentes tan difíciles como aquel.

- El personal del Gemelli insiste en que no hay ningún sujeto sospechoso en las cámaras dispuestas, imaginan que debió acceder al edificio con un uniforme sanitario. Puede que incluso con mascarilla para evitar ser identificado…

- Dices que la se?orita Hélène Chartrand quiere hablar con alguien responsable sobre la Guardia Suiza - le cortó Patrick McKenna. - Iré de regreso a mi despacho y le devolveré la llamada al momento, ?habla la muchacha italiano?

- Muy poco, se?or - dijo el guardia suizo negando con la cabeza. - Habló con Renzo Nivola en francés y éste me mandó buscarles a su Eminencia y a su Santidad

- Me dirigiré a ella en su idioma entonces - le contestó el pontífice al momento. - Procuraré confortarla y brindarle todo cuanto necesite, hazle llegar esto mismo al soldado Renzo Nivola…

Nicolas Widmer asintió y, tras inclinar la cabeza ante los dos religiosos, se apresuró a volver por donde había venido, dando zancadas por el pasillo. En apenas una conversación de poco más de unos minutos, una oscura nube parecía haberse cernido sobre el Vaticano, trayendo consigo más desconcierto y dudas de los que ya tenían por la misteriosa desaparición del cardenal Baggia. Y luego estaba esa foto…

- Será mejor que hable con mademoiselle Chartrand lo antes posible - dijo Patrick volviéndose hacia Strauss. - No permitiré que crea que la Santa Sede le da la espalda a ella o a su hermano: ha habido ya demasiado dolor y pérdida entre estos muros, no toleraré que ocurra ninguna desgracia más…

Por un momento, el cardenal Strauss no acertó a decirle nada, sino que le contempló en silencio antes de asentir con la cabeza. Sabía que aún tenía muchas cosas que reprocharle y estaba bastante seguro de que todas tenían que ver con su relación con Claire Dilthey, pero de momento incluso el testarudo anciano comprendió que había asuntos más importantes que atender. Así, Patrick McKenna se encaminó de nuevo hacia los apartamentos papales, dejando atrás al cardenal Strauss y sin tener más compa?ía que los miembros de la Guardia Suiza apostados en distintos tramos de los pasillos. Las nuevas noticias le habían sacudido pero, al contrario de lo que había experimentado durante los últimos meses, ya no sentía temor, sino que se sentía lo bastante fuerte como para volver a mirar a aquella amenaza fantasma directamente a los ojos sin titubear.

Igual que había hecho en Junio, al darse cuenta de lo equivocado que había estado.

Esperó hasta llegar a un tramo en unas escaleras, en el que estaba seguro de que estaba solo, para extraer de su fajín la extra?a fotografía que había encontrado en los aposentos del cardenal Baggia. La estudió aún con perplejidad y cuidado, como si fuera posible que fuera a desvanecerse en el aire en cualquier momento. Ahí había algo que carecía de sentido para él y, sin embargo, creía encontrarse muy cerca de la verdad. Puede que no pudiera acudir a ningún miembro de la Curia en busca de respuestas, puesto que dadas las circunstancias no podía fiarse de nadie, pero sí había alguien a quien sabía que siempre podría acudir.

Alguien a quien confiaría su propia vida.

Alguien que había caminado junto a él por las abandonadas calles de Craco.

El mismo Craco en el que Marco Baggia aparecía retratado en esa imagen.

Así, Patrick McKenna respiró hondo, infundiéndose valor, y echó un vistazo a su reloj de pulsera. El alivio no tardó en invadirle al ver que aún faltaba para que llegara el mediodía.

Esperaba no pillar a Claire durmiendo cuando la llamara y debía confesar que, aunque hubiera deseado que el motivo de la llamada fuera otro, la perspectiva de escuchar su voz al otro lado del teléfono hacía que la carga que sentía sobre los hombros se tornara más liviana.

Ella siempre tenía ese efecto.

Ella hacía que incluso las nubes más oscuras se desvanecieran.


Nunca se le habían dado muy bien las plantas y esperaba que eso no fuera un excesivo problema aquella vez.

La joven periodista acarició con cuidado los pétalos amarillos de los narcisos, a los que había trasladado a una maceta con tierra que había encontrado en el balcón de su apartamento. Había colocado un peque?o plato de cerámica en la base de la maceta y después había regado las flores con cuidado, asegurándose de que no les echaba demasiada agua como para que se quedara estancada formando peque?os charcos junto a los finos tallos.

Eddie, que siempre había sido mucho mejor jardinero que ella, le había asegurado que hubiera sido una excelente cultivadora de arroz en otra vida, pues al arroz se le echaba tanta agua para hacerlo crecer como la joven se había empe?ado siempre en hacer con el resto de las plantas que cultivaban en Hogganfield, temerosa de que se secaran.

Y, sin embargo, ahora era mucho más cuidadosa de lo que había sido entonces, pues por nada del mundo querría que esos narcisos se murieran. No solamente le causaba consuelo saber que sus cálidos colores y su dulce perfume también estaban en la habitación de Chartrand en el Gemelli, sino que le hacía recordar la amabilidad del viejo florista, que le había asegurado que los narcisos traían consigo renacimiento y nueva vida. Y quizás pecara de ingenua, pero Claire ya podía sentir esa nueva vida a su alrededor.

Echó un vistazo a través del cristal de su balcón, viendo cómo la última ma?ana del a?o mantenía a los romanos ocupados con las últimas compras, el pavimento aún parcialmente oculto debido a una fina capa de nieve. En esos momentos, al igual que le había sucedido la tarde pasada, Claire Dilthey se dio cuenta de que había juzgado mal a la capital italiana, de que no era justo valorarla teniendo como único referente unos hechos traumáticos. Allí también había gente que le sonreía y la saludaba al verla pasar, como si la conocieran de toda la vida; allí había hecho grandes amigos que la habían hecho sentirse como en casa a pesar de estar a miles de kilómetros de distancia…

Y también allí había conocido al amor de su vida, eso tenía que contar algo.

Claire esbozó una suave sonrisa para sí a la vez que tomaba un nuevo sorbo del té que había preparado esa ma?ana, en un intento de despabilarse que no había resultado demasiado exitoso. Nunca había sido una persona a la que se le pegaran las sábanas, pero le daba apuro admitir que, desde que Patrick y ella regresaran de Craco, sentía más sue?o del que recordaba haber sentido en toda su vida. Por una parte lo entendía, el viaje al pueblo de la infancia de Patrick había sido muy largo y sin apenas realizar ningún descanso; pero por otra le hubiera gustado no sentirse tan cansada para poder disfrutar más de la compa?ía del joven al regresar. Aquella noche pasada había dormido como un tronco a pesar de haber pasado buena parte del día anterior durmiendo y, nada más despertar en su apartamento, sus pensamientos habían acudido de nuevo al joven pontífice de la Iglesia Católica.

La periodista había acariciado un lado de la cama en el que Patrick nunca había estado, pero en el que hubiera deseado que estuviera. Sólo habían pasado una noche juntos y ya le echaba de menos, sintiéndose incompleta de una manera que nunca antes había experimentado. Qué no hubiera dado por poder deslizarse de nuevo en sus brazos, por reposar la cabeza en su pecho y estar simplemente así, dejando que las horas pasaran, que el mundo continuara girando sin detenerse para nadie excepto para ellos. Aún le parecía increíble lo mucho que había cambiado su vida en apenas unos meses, cómo la casualidad había jugado un papel tan grande entre esas primeras palabras en una rueda de prensa y en todo lo que vino después. Si los atentados Illuminati nunca hubieran sucedido, era más que probable que Patrick y ella hubieran seguido llevando sus vidas separadas sin conocerse jamás y pensar eso le provocaba cierta sensación de vértigo y también de agradecimiento.

Desde luego ya podía emplearse en encontrarle a Chinita el italiano que le había pedido, una vez que toda esa locura terminara.

Y Claire mentiría si dijera que no creía que faltase mucho para ello.

Apoyada aún en el marco de la ventana, la joven se preguntó qué debía hacer aquel día en particular. El a?o se acababa y los romanos se preparaban para recibir al nuevo cargados de ilusiones y esperanzas, deseosos de dejar atrás un a?o que tanto terror había traído consigo. Si fuera un día como otro cualquiera, ya estaría de camino a Ciudad del Vaticano, pero la sala de prensa había cerrado por vacaciones de Navidad y ahora no tenía ninguna excusa con la que maquillar el ir a hacerle una visita a Patrick. Sin embargo, no tardó demasiado en echar esa idea a un lado: iría a verle en cuanto terminara de despejarse, no únicamente porque quería hacerlo y no estaba haciendo nada malo, sino porque también tenían que continuar con la investigación para desenmascarar a quien fuera que se encontrara detrás de la identidad de Jano.

A pesar de que Patrick y ella hubieran llegado a un punto muerto entre las ruinas de Craco, sin nuevas pistas que seguir, estaba segura de que juntos encontrarían una manera de seguir investigando.

Además, mucho se temía que Jano tampoco iba a quedarse de brazos cruzados.

De repente, por encima del ulular del viento invernal y del lejano murmullo de las conversaciones de los viandantes, Claire escuchó un ruido extra?o al otro lado de la puerta de su apartamento, como si algo se hubiera caído o alguien hubiera llamado a la misma con cierto reparo. ?Quizás podía tratarse de Erika? Era la única en Roma, aparte de Chartrand, que sabía dónde vivía porque había estado allí con anterioridad. Podía ser que, al ver que su novio mejoraba, hubiera decidido acercarse a hacerle una peque?a visita y darle ella misma en persona las últimas novedades, aprovechando que la familia de Chartrand podía hacerle el relevo en el hospital Gemelli.

- Voy, un momento - hizo saber Claire en voz alta, antes de dar un último sorbo a la taza de té y dejarla sobre la mesa más cercana.

Abrió la puerta dispuesta a darle un abrazo enorme a Erika Keller, el que había querido darle desde que Patrick le dio la buena noticia el día anterior, y se sorprendió al ver que en el rellano de la escalera no había nadie. Tras aguardar unos momentos, la joven se adelantó un par de pasos y posó las manos sobre las barandillas de hierro que bordeaban la escalera, asomándose hacia los pisos inferiores.

Nada.

Pensó que quizás había sido algún vecino, pero el caso era que el sonido había venido directamente desde el otro lado de la puerta, no desde el piso de abajo o el superior. Una gélida brisa recorrió entonces el hueco de la escalera y Claire se estremeció, frotándose los brazos con las manos. Desde luego el invierno romano estaba resultando ser menos amable de lo que esperaba, había juzgado mal cómo podía vivir esa época del a?o un país ba?ado por el Mediterráneo. Al pasear de nuevo su mirada por el rellano, se topó con que había apoyada contra la pared una pila de lo que parecían ser periódicos viejos y uno de ellos se encontraba a los pies de la misma, seguramente se había caído del tope y había causado ese sonido que a ella le había extra?ado.

Fue a agacharse para recogerlo cuando un insecto pasó volando fugazmente ante sus ojos, dejando una peque?a estela de brillo que la hizo sentir confundida. Se volvió para ver si se trataba de una abeja o una avispa, pero no tardó en darse cuenta de que había varios de ellos, se debían de haber colado por una de las ventanas comunes del edificio. No fue hasta que uno de ellos se posó sobre la pila de periódicos, aleteando con cuidado, que Claire reconoció la especie de la que se trataba.

Luciérnagas.

- ?Luciérnagas en invierno? - preguntó Claire en voz alta, sin poder contener una sonrisa de alivio. - ?Se puede saber qué estáis haciendo aquí?

Brillaban tenuemente a pesar de ser aún de día, imaginaba que se debía a que el interior del edificio estaba en cierta penumbra y tampoco podía decirse que el sol brillara con todo su esplendor aquel día, puesto que el cielo estaba poblado de nubes grises. Pero no le importaba y mentiría si dijera que no había supuesto una peque?a alegría verlas allí, pues le recordaban aquellas noches de verano en las que las veía revolotear sobre la superficie del lago Hogganfield, iluminando a su paso el plumaje de los patos y cisnes que dormían apaciblemente al amparo de la sombra de un árbol.

Ojalá Patrick pudiera verlo también algún día.

Volviendo de nuevo su atención hacia la abandonada pila de periódicos, Claire pensó que era probable que el conserje del edificio estuviera haciendo limpieza en los pisos superiores y los había ido reuniendo allí para no tener que subir de nuevo tantos escalones. Apartándose un mechón de cabello del rostro, la periodista se inclinó para recoger el que se había caído y le sorprendió ver que aquellos periódicos estaban en su idioma, algo que la decepcionó pues había pensado que igual le podían ser de ayuda para acabar de familiarizarse con el italiano. Pasaba las hojas del mismo y estaba a punto de volver a colocarlo junto a la pila cuando se dio cuenta de que Patrick aparecía en la portada, tal y como estaba durante el ataque de los Illuminati el pasado Junio.

El titular era una frase que había pronunciado aquella tarde noche y que había terminado por convertirse en algo muy representativo de lo ocurrido, de su actitud al mando - por entonces temporal - de la Iglesia Católica en tiempos tan convulsos.

"Abran las puertas y cuenten al mundo la verdad".

El periódico había sido enrollado y había un mancha sobre las palabras "el mundo", lo que le hacía pensar que el conserje lo había usado para acabar con alguna luciérnaga que le había molestado más de la cuenta. Claire decidió que sería bueno recordarle a Patrick todo lo que había logrado esa noche y lo orgullosa que se sentía de él por ello, así que lo dobló con cuidado y lo llevó consigo de nuevo al interior de su vivienda, pensando en ense?árselo cuando acudiera al Vaticano más tarde.

Dios, ya iba a ponerse en camino y aún le parecía que faltaba un siglo para volver a verle.


Parecía que los días de tranquilidad habían llegado a su fin, si es que ésta alguna vez había caminado entre los muros de Ciudad del Vaticano, algo que comenzaba a dudar. Pues ahora no podía evitar sentirse como si la calma que se había respirado los últimos días no había sido más que una ilusión o, en el mejor de los casos, únicamente aquella calma que precede a la tempestad.

Era un milagro que el incidente ocurrido la noche anterior en el policlínico Gemelli respecto a Chartrand no hubiera transcendido a la prensa, puesto que su mal llamado accidente sí lo había hecho, y Patrick no podía evitar preguntarse durante cuánto tiempo más el mundo permanecería ajeno a todo lo que estaba ocurriendo de nuevo en Ciudad del Vaticano… No quería ni pensar en lo que podía desencadenarse si los medios de comunicación volvían a entrar en juego en toda aquella situación, a pesar de que Jano le había advertido en su día que involucrar a la prensa había sido un error de sus antecesores en el que él no pensaba caer. No obstante, si había algo claro en todo aquello era que nada estaba bajo el control absoluto de nadie y eso incluía también a la amenaza en la sombra del Vaticano.

Si las cosas hubieran salido como Jano esperaba, Alexandre Chartrand habría muerto atropellado en el puente de Víctor Manuel II pero, gracias a Dios, eso no había ocurrido. Quizás el joven comandante de la Guardia Suiza había alcanzado a ver algo, quizás tenía sospechas más concretas sobre quién se ocultaba tras el nombre del dios romano de dos caras, y era por ello que habían tratado de rematarle en la habitación en que se recuperaba del propio policlínico Gemelli. Una vez más, el cielo había estado de lado del joven suizo y todo no había quedado más que en una sorpresa macabra que aún todos trataban de asimilar, pero lo que era más que evidente a los ojos de Patrick McKenna era que aquella situación a Jano se le estaba escapando de las manos.

El gorjeo de los pájaros que anidaban entre las esculturas de Bernini de la plaza de San Pedro era más apagado ahora que la tarde daba paso poco a poco a la noche, ti?endo el cielo romano de unos tonos rojizos tan intensos que el pontífice de la Iglesia Católica se le antojó similar al color de la sangre, un pensamiento que no tardó en ponerle el vello de punta.

Ya desde su despacho, había telefoneado al policlínico Gemelli pidiendo que le pusieran en contacto con Hélène Chartrand lo antes posible. Había encontrado a la hermana del comandante de la Guardia Suiza más serena de lo que seguramente había estado al ponerse en contacto con el cuartel aquella misma ma?ana, pero de todas maneras era evidente que la muchacha estaba asustada y sin hallarse muy segura de en quién podía confiar. Si algo le aliviaba y le daba consuelo en toda aquella situación, era saber que había podido confortar a Hélène lo mejor que había podido, hablándole con toda la fortaleza y seguridad de la que se veía capaz, asegurándole que no estaba sola y que no tenía problema alguno en acceder a su petición de que acudieran voluntarios de la Guardia Suiza a custodiar la entrada tanto al centro hospitalario como a la propia habitación de su hermano.

La muchacha le había dado las gracias profusamente antes de terminar la llamada e incluso desde el otro lado de la línea Patrick había podido adivinar una sonrisa en el rostro de la hermana de Chartrand. ?sa era sin duda una de las partes de las que más disfrutaba de su labor, el ser capaz de dar aliento y apoyo a aquellos que lo necesitaban, de hacerles ver más allá de la situación adversa en la que se encontraban. Era curioso, puesto que se trataba de algo que no siempre lograba hacer para sí mismo, pero que se alegraba de poder hacer por los demás.

Y allí estaba de nuevo, a solas en su despacho sin poder explicarse lo que había sucedido en el Gemelli.

Y, por supuesto, aún estaba el tema de la fotografía que había encontrado en el escritorio del cardenal Baggia.

Apartando la mirada de la vista que se extendía tras los cristales del ventanal más cercano, Patrick McKenna abrió el primer cajón de su escritorio y volvió a sostener entre sus manos la extra?a imagen que había hallado hacía apenas unas horas. Frente a la misma había buscado en sus recuerdos una y otra vez, tratando de recordar alguna ocasión en la que su madre pudiera haberle hablado de él o incluso de alguna vez en que pudiera haberlos visto juntos, pero de todo aquello hacía tanto tiempo que eran pocos los rostros que permanecían en su memoria con la nitidez que le gustaría. Su madre era la única que, a pesar del tiempo y de la muerte, seguía conservando ese resplandor que la apartaba del olvido, puesto que su hijo aún era capaz de recordar el aroma que percibía en sus ropas cuando la abrazaba, la melodía de su voz al hablarle en italiano y el modo en que apretaba los párpados cuando algo la hacía reír de verdad.

Invadido ahora por cierta nostalgia, Patrick tuvo que admitirse que volver a Craco le había hecho recordar algunas cosas que creía haber olvidado hace mucho, como ciertos rostros y ciertos nombres como el de Vitalia Martelli, pero mentiría si dijera que había encontrado ningún tipo de conexión entre el cardenal Baggia y ese pueblo perdido en las monta?as italianas olvidado por el mundo.

En un principio, había pensado en llamar por teléfono a Claire Dilthey, pero al final le había sabido mal molestarla. Aún le era difícil no esbozar una sonrisa al recordar cómo ni el hecho de despertarse la ma?ana anterior cerca del mediodía había hecho por aliviar el cansancio que la joven aún sentía, volviendo a quedarse dormida en sus brazos ese mismo día por la tarde antes de marcharse a su apartamento.

Y, sin embargo, sentía que, de un modo u otro, ella podría ayudarle más en su investigación de lo que sería capaz de lograr él por sí mismo.

El estridente sonido del teléfono de sobremesa que reposaba sobre su escritorio le sobresaltó, haciendo que la vieja fotografía casi se le escapara de entre los dedos. No esperaba ninguna llamada más a lo largo de esa jornada, aunque recordó que los responsables de la Guardia Suiza en ausencia de Chartrand tenían aún que comunicarle qué miembros del cuerpo de soldados se habían prestado voluntarios para custodiar el policlínico Gemelli con la discreción que el asunto requería.

Descolgó el auricular esperando escuchar aquel característico acento al otro lado de la línea, pero la voz que halló en su lugar hizo que sintiera como si la sangre en el interior de sus venas se hubiera tornado hielo, haciéndole estremecer a su paso.

- Hace ya mucho de la última vez que hablamos…

Sin embargo, en aquella ocasión sucedió algo diferente al escuchar la voz de Jano. En un primer momento había sentido cómo se le erizaba el vello de los brazos, era cierto, pero había sido una sensación fugaz y lo que ahora notaba dentro de sí era como una furia que le hacía reaccionar y encajar los dientes mientras se incorporaba mejor en su asiento, inclinándose sobre el escritorio a la vez que sostenía el teléfono contra el oído.

- Eres un miserable y un cobarde - le espetó el joven pontífice, interrumpiendo las palabras del desconocido. - Lo que le hiciste a Chartrand ya es lo bastante malo, pero ?acudir al propio hospital en el que se recupera con la intención de da?arle sabiendo que no puede defenderse y atacando a una muchacha que es aún una extra?a en el mundo? Espero que las marcas que dicen que te ha debido dejar sean lo bastante profundas para que todos puedan ver la clase de escoria que eres

- Por Dios, vaya recibimiento - se sorprendió la voz, dejando adivinar un deje de sorna. - Simplemente creía que iba siendo hora de que tú y yo habláramos otra vez, después de todo ha pasado mucho desde la última vez y consideraba…

- Me da absolutamente igual lo que consideres o dejes de considerar - volvió a cortarle Patrick, incapaz de contener su ira. - Esto se acaba, estoy seguro de que hasta tú puedes darte cuenta de que la situación se te está escapando de las manos. He de reconocer que en un principio lograste enga?arme, pero ahora lo veo con plena claridad: todas estos juegos, todas estas pistas no son se?al de un plan pormenorizado hasta el último detalle… Sino pasos torpes que das sin estar muy seguro de cuál será el siguiente y mientras tanto continúas ocultándote en las sombras en las que tan cómodo te hallas porque eres y siempre has debido ser un cobarde

A continuación sucedió algo que Patrick no recordaba que hubiera ocurrido nunca en ninguna de sus conversaciones con Jano y es que la voz que había al otro lado del teléfono parecía haberse quedado sin palabras. El silencio que siguió al otro lado de la línea era tan claro que el pontífice incluso creyó detectar cierto titubeo a la hora de contestarle, como si esa persona no tuviera muy claro qué era lo que debía decir a continuación o cómo debía responder. Una cálida sensación de victoria inundó el pecho del joven pontífice: desde que se habían iniciado esas llamadas, Jano se había habituado a tratar con una persona psicológicamente destrozada y sobre la que tenía poder… Pero ahora que volvía a ser la persona que siempre había sido, se encontraba con que incluso aquella amenazante sombra anónima ya no era tan imbatible como en un principio hubo pensado.

Lo que era más, estaba bastante seguro de que la persona que había al otro lado de la línea estaba ahora igual de perdida que había llegado a sentirse él.

- Esto se acaba… - reafirmó Patrick, negando para sí con la cabeza. - Hasta tú te estarás dando cuenta de ello. El comandante Chartrand se está recuperando, Erika Keller hablará más temprano que tarde de la persona que irrumpió en la habitación, por mucha mascarilla que pudiera cubrirte el rostro en un principio…

- ?Y qué me dices del cardenal Baggia? - le interrumpió Jano esa vez. - ?Acaso sus viejos huesos no merecen ninguna atención por tu parte? ?Acaso consideras que porque no le quedan tantos a?os de vida en el horizonte como al comandante de la Guardia Suiza es una pérdida de segunda?

Aquello logró silenciarle, no iba a mentir, pero de igual modo no logró achantarle, que era el principal objetivo de la persona con la que hablaba.

- El camarlengo Baggia va a regresar… - dijo finalmente Patrick McKenna.

- Créeme, yo no pondría la mano en el fuego por ello - contestó Jano al momento, su voz reflejando de nuevo cierta satisfacción. - No se ha encontrado con sus familiares en Florencia y mucho me temo que no deberían seguir esperándole

- No hay ninguna prueba de que tengas absolutamente nada que ver con la desaparición del cardenal Baggia - repuso el pontífice al momento, aunque mentiría si dijera que el hecho de que conociera la intención de su camarlengo de viajar a la ciudad de Dante y Beatriz no le había sorprendido. - Aprovechas un hecho circunstancial para atribuírtelo como propio, quizás ni siquiera es la primera vez que lo haces…

Se oyó una risa sofocada al otro lado del teléfono.

- Por supuesto, cómo no. Prueba a repetírtelo varias veces, igual así terminas creyéndotelo… - contestó la voz, esta vez más firme pero aún con cierto nerviosismo que Patrick McKenna no había advertido nunca antes. - Todo es circunstancial, ?no es así?, ?es ésa tu teoría? La donación a los museos vaticanos, el corte de luz que deja al Vaticano en penumbras, el atropello del comandante Chartrand, el mensaje en el cuadro de San Francisco y ahora la desaparición de tu camarlengo. Sí, evidentemente es todo circunstancial… Dios, ?acaso no te estás dando cuenta de que Alexandre Chartrand iba por muy buen camino?

El pontífice arrugó el ce?o, confundido. Si no conociera a esa persona mejor de lo que creía conocerla, casi pensaría que estaba ayudándole a desentra?ar el misterio que era su verdadera identidad. Como si de algún modo supiera que tras el viaje a Craco en medio de la madrugada, no tenían más pistas que seguir y se encontraban perdidos. Ahora aseguraba que Alexandre Chartrand estaba en la pista correcta, quizás por ello había tenido esa prisa en atacarle… Pero entonces, ?por qué ahora parecía que Jano anhelaba ser descubierto?

- Te lo advertí en su día y el buen comandante supo escuchar - continuó hablando Jano. - Te dije que había gente entre los muros del Vaticano que debía de haber encontrado su final el pasado mes de Junio y que me encontraba más que dispuesto a corregir ese error. Piénsalo bien: primero el propio Alexandre Chartrand, el cardenal Baggia…

Sí, Alexandre Chartrand había estado a punto de morir por falta de oxígeno en los archivos vaticanos junto a Robert Langdon; luego el cardenal Marco Baggia había sido el único de los preferiti en sobrevivir a su intento de asesinato en la fuente de los cuatro ríos de Piazza Navona… Lo que había ocurrido hasta ahora coincidía con las acciones que se atribuía Jano, pero aún así seguía sin creer que lo sucedido con su camarlengo tuviera nada que ver con todo aquello.

Y mucho menos después de encontrar aquella vieja imagen en su despacho.

Bajando la mirada, Patrick volvió a contemplar la fotografía, tan irreal a sus ojos como la primera vez que había posado sus ojos en ella.

- Sigo pensando que si hablas ahora es porque te encuentras entre la espada y la pared - contestó finalmente Patrick. - Has fallado en lo que te proponías al irrumpir en el policlínico Gemelli y al toparte allí con gente a la que no esperabas, has dejado un testigo que puede identificarte en cualquier momento… Y no hay nada que puedas hacer para remediarlo, la seguridad en esa planta ha sido reforzada, nadie va a permitir que ningún extra?o se acerque a husmear por ahí… La única manera de continuar con esta partida de ajedrez, como tú mismo la calificaste en su día, es llamarme a mí y tratar de intimidarme, pero ya te estarás dando cuenta de que no está surtiendo ningún efecto…

El silencio al otro lado de la línea fue lo único que siguió a sus palabras, un silencio tan intenso que incluso el gorjeo de los pájaros que revoloteaban cercanos a las cristaleras tras las que el sol romano había comenzado a ocultarse en el horizonte resultaban claros como el día. Patrick McKenna ya no era la misma persona con la que Jano había empezado a lidiar unos meses atrás, un hombre atropellado por las circunstancias que había llegado a tocar fondo… Estaba volviendo a ser el que era antes, el que siempre había sido, y eso era algo con lo que Jano no esperaba.

Finalmente, Jano dejó escapar una breve risa de incredulidad cargada también de rabia mal contenida.

- ?Me estás retando? ?De verdad piensas que no puedo hacer nada más?

Patrick no contestó, estudiaba en su mente en qué situación podía encontrarse Jano en aquel momento y por qué parecía tan decidido a ayudar a desenmascararle. Durante mucho tiempo se había dedicado a atormentarle y a jugar con él, disfrutando del dolor y la confusión que provocaba con sus acciones… ?Por qué querría acabar ahora con todo eso?

- De acuerdo, creo saber lo que te ocurre, lo que te pasa por la cabeza ahora… - volvió a escuchar decir a la voz de Jano, esta vez más serena. - Vuelves a parecerte más a la persona que eras antes de que todo esto comenzara, eso es evidente… Y, sin embargo, me hallo en la lamentable situación de tener que explicarte que no puedes olvidarte de quién eres de verdad, ni tampoco de lo que hiciste, porque te aseguro que yo nunca lo olvidaré…

Si bien no le había costado esfuerzo mantenerse sereno a lo largo de toda aquella conversación, lo cierto es que la mención a su parte de responsabilidad en los atentados Illuminati provocó que sintiera náuseas. No únicamente habían sufrido los cardenales asesinados por el Hassassin, sino también sus familias y decenas de personas heridas a las que los hechos sorprendieron en el lugar y momento equivocados…

Y su padre…

- Es posible que tengas al mundo enga?ado y por esa parte puedes estar tranquilo, ya que considero que exponer todo a la prensa fue uno de los grandes errores que cometieron mis predecesores… - prosiguió Jano, ya con una confianza en sí mismo más similar a la que Patrick recordaba: la seguridad que le confería saber que la otra persona estaba en su poder. - Pero te aseguro que nadie puede huir de su pasado para siempre, ni siquiera tú. Hay cosas que no se pueden mantener en las sombras sin que los descubran la luz de las luciérnagas…

En un primer momento, aquella frase le pareció extra?a, sin más, pero entonces recordó el incidente al que el propio Jano había hecho referencia hacía apenas unos minutos: aquel casi anochecer en que la luz eléctrica había abandonado Ciudad del Vaticano, dejando a todos sus residentes y trabajadores en medio de las tinieblas. Recordaba también que en aquella ocasión había recibido una llamada anónima de aquella misma persona, quien le había hecho saber lo sencillo que le había resultado caminar junto a Claire Dilthey en la oscuridad sin que ella se diera cuenta.

Y recordaba que la había llamado luciérnaga.

- ?Acaso pretendes mantenerla a oscuras toda la vida, Patrick McKenna? - espetó la voz al otro lado del teléfono. - ?Crees en verdad que es acaso posible que no se entere algún día de la verdad de lo que ocurrió esos días? Digo aún más, ?por cuánto tiempo eres capaz de seguir mirándola a los ojos, a esos preciosos ojos azules, sabiendo que ella cree en ti por encima de todas las cosas y aún así mentirle?

A pesar de que las circunstancias en las que ambos se habían conocido estaban lejos de ser perfectas o incluso cotidianas, no era una imagen de tristeza la que acudía a su mente cuando pensaba en Claire Dilthey. Puede que no de la manera en que el mundo esperaba que lo fuera, pero la joven escocesa era una mujer de una fortaleza interior inmensa, mucho mayor que la suya. Lo había pasado mal durante los atentados Illuminati y seguía enfrentándose a situaciones desagradables desde que comenzara a trabajar en la sala de prensa, pero su sonrisa no tardaba en aparecer de nuevo en sus labios. Esa sonrisa que hacía que todo lo malo no pareciera para tanto y que era capaz de iluminar una habitación.

Ella había traído consigo, desde el primer día, la vitalidad que a veces se echaba en falta entre esos muros, la serenidad de quien era capaz de mantener la esperanza pese a todo… Y a él le había traído el regalo del amor, ese regalo que no había esperado recibir, frente al que no había imaginado rendirse finalmente y, sin embargo, sintiendo que no perdía nada en absoluto. Al contrario, todo tenía sentido ahora que ella estaba en su vida, ahora que ambos habían sido honestos con sus propios sentimientos dejando atrás preocupaciones y temores.

Claire Dilthey no merecía otra cosa en su vida que ser feliz y darle esa felicidad era ya todo cuanto Patrick anhelaba alcanzar en su vida… Pero él sabía mejor que nadie que la felicidad vivida en una mentira era una mera ilusión y nada más.

Sabía que su silencio hablaba ahora con más elocuencia de la que le hubiera gustado mostrar ante Jano, pero se le había formado tal nudo en la garganta que ser capaz de pronunciar una sola palabra era del todo impensable.

- Me resulta enternecedor cómo he conseguido cerrarte la boca pulsando la tecla adecuada, de verdad te lo digo - continuó hablando Jano tras los segundos más largos que Patrick recordaba haber vivido. - El amor es extra?o, ?no crees? Vuelve a la gente verdaderamente loca, hace que se conviertan en las versiones más impensables de sí mismos… Quizás por eso mismo no es más que un enga?o y esto último te lo digo para que no duela tanto cuando la pierdas, porque sabes que eso es lo que pasará cuando ella descubra la verdad sobre quién eres… Y voy a hacerte un favor, algo que no he hecho nunca antes, y es descubrir mis cartas sobre la mesa: no tengo mucho más que hacer aquí, con el tiempo lo verás, por eso voy a jugar el as que me he estado guardando…

Si apenas unos minutos atrás, el silencio de Jano al otro lado de la línea le había resultado tan atronador que el piar de los pájaros en la plaza de San Pedro llegaba claro a sus oídos, ahora las tornas se habían vuelto contra él y no era capaz de escuchar otra cosa que la voz de ese individuo, todo lo demás a su alrededor habiéndose desvanecido por completo. Sintiéndose desesperado, procuró aferrarse a las palabras de esa amenaza en las sombras tratando de hallar en ellas la más mínima posibilidad de que todo continuara como hasta ahora… Dios, sabía que era irracional, pero incluso se sorprendió deseando que le revelara alguna forma de borrar el pasado, de expiarle de sus culpas como si nunca hubieran sucedido…

Cualquier cosa antes que perderla.

Dios, no podía perderla.

- La próxima vez que la veas, tienes que decirle la verdad sobre lo que pasó en los atentados Illuminati y no trates de jugar conmigo, sabes perfectamente lo que tanto temes que ella descubra… - habló finalmente Jano, confirmando los peores temores del religioso. - Y no trates de enga?arme porque sería algo indigno, incluso viniendo de ti, pues esta vez no es únicamente a mí a quien tratarías de confundir. Tengo formas de enterarme si lo has hecho, sabes que sí, y si no lo haces no tendré más remedio que hacerle una visita a la luciérnaga, no sería la primera vez después de todo…

- Por favor… - fueron las únicas palabras que brotaron de los labios de Patrick.

- ?Sabes lo que es realmente penoso? Que ames o al menos estés seguro de amar a esta chica con todo lo que eres, dispuesto a renunciar a lo que pocos renunciarían en tu lugar, y que ser sincero con ella no haya sido una opción en tu mente hasta que he tenido que decírtelo yo, eso es lo que en verdad debería avergonzarte - sentenció la voz. - Si haces lo que te digo, te doy mi palabra de honor de que todo terminará: no le haré da?o a Claire Dilthey, no tocaré un cabello de su rubia cabeza. Voy contra mi interés al proponerte esto, pues ella es una de las personas que he tenido en mi lista desde el principio, pero estoy dispuesto a perdonarle la vida porque creo de verdad que la pobre estúpida no tiene ni idea de la situación en la que se ha metido…

Debía de hacerlo y, sin embargo, seguía sin poder hablar. Las palabras se le agarrotaban en la garganta mientras un peso insoportable sobre el corazón cada vez le hacía más difícil poder respirar con normalidad. Era como si la tierra se abriera bajo sus pies y no hubiera más un oscuro abismo ansioso por engullirlo en medio de un rugido atronador. Dejando escapar un suspiro de pesar, Patrick McKenna se reclinó en el respaldo de su asiento y mantuvo las yemas de los dedos sobre los conductos lagrimales, resistiéndose como podía a derrumbarse mientras ese ser continuara al otro lado del teléfono, pues sabía que nada le proporcionaría mayor sensación de victoria.

- Creo que es una propuesta más que justa, Patrick: al principio de nuestra conversación me lo has mencionado y, aunque no tendría por qué, tengo que admitirte que tenías razón - continuó explicando Jano. - Esto se acaba: esta partida de ajedrez que tú y yo jugamos se inició hace ya mucho tiempo, no tiene sentido que ambos continuemos hasta que no quede nada a nuestro alrededor… Claire Dilthey es la reina blanca, sé muy bien que cuando ya no esté sobre el tablero tendré la partida más que ganada, sin necesidad siquiera de hacer jaque al rey

- ?Por qué ahora? - la pregunta escapó de los labios de Patrick, suplicante y temerosa. - Después de todo lo que ha pasado, después de todo este sufrimiento… ?Por qué ahora?

Esa pregunta había estado rondando en la mente del joven pontífice durante toda la conversación sin que pudiera hallar respuesta para ella. Incluso cuando Jano le había dicho que estaban al final de la partida, no lograba entender por qué no había jugado esta carta mucho antes.

- Te consideraba mucho más inteligente, créeme - dijo finalmente Jano. - ?No es evidente? No tiene ningún mérito acabar con una persona que no anhela otra cosa más que el fin de su propia existencia… Para alzarme con la victoria que yo deseaba, tenía que atacarte con lo que más te duele cuando no sintieras nada que no fuera absoluto anhelo por vivir

El pontífice abrió de nuevo los ojos, las lágrimas habiendo ya colmado éstos por mucho que hubiera tratado de contenerlas, recorriendo sus mejillas en cálidas mejillas en aquella última noche del mes de Diciembre.

Era la última noche del a?o y también sentía que era la última noche que cualquier cosa que él pudiera considerar como vida.

Tenía que salvar a Claire, no había nada más que importante.

Y para ello tenía que decirle la verdad sobre quién era él.

- Deduzco que el que calla, otorga. ?No es así, Patrick? - volvió a escuchar al otro lado del teléfono. - Tenemos un trato, espero. Cuéntale la verdad, la que tendría que haber conocido hace mucho tiempo, y estará a salvo, tienes mi palabra. Creo que todo lo que quiero conseguir con esta situación lo lograré en el momento en que descubra quién eres en realidad… No me gustaría estar en su pellejo ahora mismo, no creo que sea algo que Claire Dilthey vaya a encajar muy bien

Se sucedieron unos segundos de silencio entre ambos que parecían tornarse en a?os, resultando cada uno de ellos más interminable que el anterior. Incluso cuando los dos sabían muy bien cuáles eran las siguientes palabras que se iban a pronunciar.

- Tienes mi palabra, siempre que jures por tu vida que ella estará bien - se apresuró a a?adir Patrick tan pronto como detectó la exhalación de triunfo al otro lado de la línea. - Te lo juro, no habrá rincón del planeta en el que puedas esconderte si algo le ocurre a Claire…

- ?ste es un pacto entre caballeros, tienes mi palabra de que estará bien, y… Si todo sale tal cual espero, ésta será la última vez que tú y yo hablemos

Le estaba prometiendo dejarle en paz y aún así eso no le brindaba ningún consuelo. Sentía el corazón roto en el interior de su pecho, astillado causándole un da?o más allá del dolor, y ni siquiera había hablado con Claire todavía. Algo dentro de sí, desesperado, le repetía que no sabía cómo se tomaría la periodista lo que él tenía que decirle, pero sabía que se enga?aba a sí mismo si en verdad consideraba aunque fuera por un momento que… Y aún así, no podía evitar dudar, mientras sentía dentro de sí deseos de gritar hasta rasgarse la garganta, hasta que se le desgarrara el alma por la mitad. Había conocido el amor y la felicidad y por nada del mundo quería perderlos, por mucho que sintiera en esos momentos que Claire merecía algo mejor, alguien que pudiera mirarla a los ojos y mostrarse ante ella tal cual era, sin nada que ocultar.

- Tienes mi palabra - dijo finalmente Patrick McKenna.

No recibió más respuesta que los pitidos que indicaban que la comunicación había concluido. Jano, que incluso sin estar allí físicamente había invadido cada rincón de su despacho, ahora se había desvanecido dejando como único rastro de esa conversación el desasosiego que el joven pontífice sentía dentro de sí, demasiado grande para poder abarcarlo. No le consolaba pensar que era en verdad la última vez que escuchaba aquella voz distorsionada, ni tampoco pensar en que cumpliendo ese trato salvaba también su propia vida… Eso no podía importarle menos.

No ahora que podía perder todo lo que en verdad valoraba.


NdA: Lo prometido es deuda, aquí está el capítulo 39. Jano llevaba un tiempo ya sin hacer aparición en la historia, pero eso no significa que haya dejado de lado sus planes, como hemos podido ver en este capi y es que ha logrado poner a Patrick entre la espada y la pared, teniendo que hacer frente a una situación que llevaba eludiendo durante mucho tiempo y que veremos con más detalle en el capítulo siguiente. Pero ante todo y de corazón, espero que os encontréis todas bien de salud, tanto vosotras como vuestros seres queridos, y quiero dedicaros esta actualización porque no os hacéis una idea de lo importantes que sois para mí y lo mucho que valoro vuestro cari?o y fidelidad. Me faltan palabras, así que os mando un abrazo gigantesco desde el otro lado de la pantalla. Cuidaos mucho y nos vemos en el próximo capítulo.